martes, 24 de febrero de 2015

El invierno del comisario Ricciardi




El invierno del comisario Ricciardi, de Maurizio de GiovanniEditorial Lumen

Las personas de a mi alrededor, ajenas a este blog, también me hacen recomendaciones, y esta novela y su autor han sido una de esas recomendaciones acertadas en la que me ofrecen algo que me atrapa.

Os dejo un enlace de una entrevista al autor, una de tantas, pero que focaliza puntos interesantes con lo que os vais a encontrar en su novela. 

El primer caso del comisario Ricciardi, el responsable de la brigada contra el crimen que actúa en Nápoles en 1931.
Ya tenemos una época situada, y la peculiaridad que le aporta el autor al personaje principal; Ricciardi es que ve a los muertos en sus últimos momentos. Es difícil de explicar porque lo que percibe son sentimientos y hechos aislados que le ayudan en su investigación. También  persiste por encontrar la verdad.

Es  un personaje que a mí me ha enamorado,  es decente, equilibrado y tiene un punto de misterio que página a página se va desvelando.  Esa tristeza que lleva como abrigo me ha dejado con ganas de leer la siguiente novela y ver si el amor podrá darle un punto de alegría a sus días. Otro dato: elige en que quiere trabajar porque tiene un respaldo económico que le permite tomar decisiones y ver gratificante su trabajo donde otros verían sin sabores.

Esta novela se centra en el asesinato de hombre de la ópera, y datos relacionados con la música de opera me recordó al personaje de Wallander de Hening Mankell, pero por época y por actitud son detectives bastante alejados. En común, que te dan ganas de escuchar e ir más a la ópera. Leyendo a De Diovanni he querido saber más sobre Cavalleriarusticana  o sobre la Ópera Calabrense.


Así que a buscar tiempo para poder leer el resto de novelas publicadas en España y esperar a que salgan antologías con algún relato suyo como se oye en las novedades editoriales. 

martes, 17 de febrero de 2015

Entevista a un escritor: Javier Núñez


Estreno aparatado entrevistando a un escritor con Javier Núñez, el autor del relato que tuvimos oportunidad de disfrutar hace semanas Una habitación para la enternidad


Responda de manera rápida y sencilla las 5 W para qué le conozcamos mejor, las Who? (¿Quién?), Where? (¿Dónde?), What? (¿Qué?), When? (¿Cuándo?), Why? (¿Por qué?), How? (¿Cómo?) Es decir;

¿Quién eres como escritor y donde te podemos encontrar como lectores?
Como escritor, de cara al público, soy un principiante. Alguien muy poco conocido (con bastante material en el desván) que trata de abrirse paso a base de escribir mucho y de la mayor calidad posible para que la gente siga apeteciéndole leerme. Alguien, por tanto, que aspira a lo máximo y pone todo su empeño en lo que hace.
La manera más sencilla de encontrarme es a través de mi blog: https://entrelosescombros.wordpress.com/

¿Dónde situarías un estilo literario, género, escritores que te han influenciado?
Empecé escribiendo terror, pero con el tiempo he ido añadiéndole dosis de otros géneros: negra, drama, ficción distópica... Incluso escribiendo historias encuadradas  exclusivamente en esos géneros o subgéneros.
Los escritores que más me influyen son Stephen King y Haruki Murakami, Otros muchos en menor medida, pero esos dos son los principales.

¿Qué relato tuyo nos recomendarías y por qué?
No sabría decirte. Cada uno tiene su propia magia, su propio encanto único. Los quiero a todos por igual. Me gusta levantarlos por la mañana, preparárles el desayuno, llevarlos al colegio. Ninguno es menos hijo mío que otro.

¿Cuándo te gusta escribir? ¿Manías de escritor?
Escribo por las mañanas, muy temprano. Es mi forma de empezar bien el día. Si por algún motivo, algún día no lo hago, siento un peso en los hombros durante el resto del día que no desaparece hasta la mañana siguiente, cuando vuelvo a ponerme ante el teclado.Respecto a las manías, creo que no tengo. Escribo en cualquier parte, bajo cualquier circunstancia. Puedo meterme de lleno en la historia y olvidarme del entorno por completo. Eso hace que todo sea más fácil... y más aburrido para los cazadores de anécdotas.

¿Por qué escribes, pese al intrusismo, el mercado saturado, lo escasos beneficios económicos que se comentan en el mundo literario?
Escribo porque me lo exige el cuerpo. Porque empiezo a tener taquicardias si no lo hago. Para seguir sintiéndome vivo. Para no volverme un gruñón.

¿Cómo podemos hacernos con tus escritos? ¿Formato físico, electrónico?
De momento, sólo electrónico. Aunque en mi blog puedes descargarte los relatos que tengo colgados gratuitamente e imprimírtelos, si alguien detesta especialmente los e-reader.


Por último, quiero agradecerte el espacio que me has concedido en tu blog para que la gente me conozca un poco más. ¡Ah! Pero no, no, deja, guárdate la cartera, que a los cafés invito yo. 
¡Encima me invitas tu al café! ¿Sabes que por esta entrevista no cobraras? Agradecerte a ti tu tiempo y el que tengas sus relatos disponibles para los lectores de este blog,


martes, 10 de febrero de 2015

Nos vemos allá arriba




El último trimestre del 2014 me apunte a un club virtual a través Comunidad de Madrid. El título del club fue 1914: el año que cambió el mundo, en conmemoración del centenario de la I Guerra Mundial y estaba a cargo de autores Lorenzo Silva, Efraim Suárez, Ana María Trillo y Noemí Trujillo. Autores, algunos, leídos en este blog.

La verdad que la temática no me atraía demasiado pero me decidí, por cambiar de género y cultivarme, y con la motivación de un club a las espaldas ha sido más llevadero. Casi no he podido participar en los foros por ir rezagada en la lectura pero me ha gustado la implicación por parte del moderador del foro y los compañeros virtuales de lectura. De hecho, he decido repetir este trimestre con una temática que va más acorde con mis gustos para ver si consigo sacarle el máximo rendimiento a la experiencia. Os lo recomiendo.

El libro también.

Es más emocional y desarrolla la emotividad y sentimientos de los personajes  que una narración de hechos bélicos. La relación entre los todos los personajes que aparecen que convierte la historia en interesante desde el primer párrafo. Hay malos muy malos y víctimas, matrimonios por conveniencias, empresas fraudulentas y drogas.
Me gustaría poder hacer un resumen pero es destripar el libro y es interesante descubrir el final sin saberlo, a mí al menos me ha encantado eso. Algo, no obstante, tengo que decir:
Tres jóvenes al final de la guerra, en una última batalla entrelazan sus destinos. Uno de ellos atenta contra la vida de otro, y el tercero intenta salvarlo. Las dos víctimas quedan mutiladas, una físicamente y la otra psicológicamente, mientras el joven agresivo y sin escrúpulos, tras la guerra, emprende negocios con los cuerpos de los caídos en las batallas.

Aparece un funcionario revisando estos negocios. Me ha parecido un personaje autentico muy bien creado. Convence. Me apetecía prepararle un pollo asado y llevarle el traje a la tintorería.

Paralelamente, el artista mutilado consigue lanzar un negocio también fraudulento. El estrés postraumático, del que se ha convertido en su amigo, va intercalándose en el día a día de ambos, entre conseguir morfina para él e intentar controlar los nervios para que no den con ellos.

Intercambio de identidades, venta de dentaduras, creación de máscaras artísticas,… un conjunto de detalles y pincelas que hacen la lectura interesante y estar en vilo por terminarla.

martes, 3 de febrero de 2015

Una habitación para la eternidad

© Uriska

Una habitación para la eternidad, de Javier Nuñez 

Gracias al autor podéis leer su relato en este blog o Aquí

No es lo primero que leo de él, ya opine sobre los que aparecen en El sendero del horror, y recientemente leí el hombre de negro. Como lectora veo una evolución de sus relatos aportando más misterio y terror psicológico a sus historias y menos vísceras fuera del cuerpo a sus personajes. Siguen presentes los ingredientes donde los vicios y tormentos te llevan cara a cara con los horrores del otro lado y la sensación de pérdida emocional y física de los protagonistas.

Opinar vosotros mismos.


UNA HABITACIÓN PARA LA ETERNIDAD
por Javier Núñez
Correctora: Bea Magaña

Rafaela se encontraba sentada ante una pequeña mesa de madera ajada, llena de vetas y nudos oscuros, jugando una partida de solitario con una baraja española. Las cartas dispuestas sobre la superficie gastada estaban combadas y llenas de dobleces. Cogió una  del montón que sostenía boca abajo en la mano izquierda, le dio la vuelta y la examinó. Comprobó que se trataba del cuatro de espadas y la dispuso en la parte inferior de una de las hileras. Pese a moverse con gestos lentos y pesados, no necesitó detenerse a pensar dónde ponerla. Había jugado tantas veces aquellas partidas. Tantas miles de veces…
Alzó la vista y miró hacia el pequeño bulto que yacía tendido en la cama, inmóvil frente a ella. El armazón de esta era de un hierro tan deslustrado que ni siquiera la luz del sol que se colaba tímidamente por la ventana era capaz de arrancarle un destello. El hombre que se encontraba bajo las mantas estaba recostado sobre el lado izquierdo, de cara a la suerte de puerta de que disponía la habitación, y permanecía inmóvil durante tanto tiempo que podía inducir a pensar que estaba muerto. Solo que no era así. No allí. La realidad era que se hallaba tan débil que apenas era capaz de mover una ínfima parte de su propio peso.
Rafaela regresó a su partida de solitario. Al agachar la cabeza comprobó que, por sí misma, su mano derecha ya había comenzado a depositar una sota de bastos en la parte inferior de otra de las hileras. El resultado no era importante para ella. Le daba igual si completaba o no el solitario, pero la decisión de seguir jugando no le pertenecía. Continuaba haciéndolo porque no tenía alternativa. Arrojar las cartas contra el suelo y cruzarse de brazos no constituía una opción válida. Su margen de movimientos no podía ser más reducido. Con excepción de algunas pequeñas modificaciones conductuales sin importancia, todo escapaba a su control. Todo estaba escrito, y quien lo hizo había usado tinta indeleble. De la que perduraba en el tiempo, sin siquiera emborronarse.
El As de copas, la siguiente carta, no encajaba en ninguna de las siete hileras, así que la devolvió al montón y cogió otra. Jugó durante un rato más. Hasta que, poco a poco, el montón fue disminuyendo de grosor, y se quedó con menos de una docena de cartas en la mano. Colocó un tres de oros al final de la tercera hilera empezando por la izquierda antes de que la partida entrara en una fase de bloqueo insalvable y no le quedara más remedio que darla por finalizada. Las soltó boca arriba, sobre la mesa, y comenzó a recogerlas para empezar una nueva.
Aunque, en realidad, no tenía nada de nueva.
No necesitaba jugarla para saber que la próxima también la perdería. Pero, aun así, debía hacerlo. Debía jugarla. Como todas las anteriores, y como todas las que vendrían después.
Cuando volvió a quedarse bloqueada —esta vez con solo cuatro cartas en la mano—, retiró la silla de madera hacia atrás y se levantó. La anea entrelazada crujió cuando despegó el trasero del asiento. Se alisó la falda y se acercó al hueco abierto en la pared que hacía las veces de ventana. Al otro lado de los listones de madera que la delimitaban, el cielo era de un color gris ceniza a causa de las numerosas nubes que lo cubrían —incluso bajo ellos; como si la habitación flotara en el espacio—. A través de estas, el sol pugnaba por abrirse paso como un aguerrido soldado en medio del fragor de la batalla. Cuando lo lograba, sus rayos diluían la penumbra en que se hallaba sumida la habitación e iluminaban vagamente sus contornos. Al mismo tiempo, los rasgos de Rafaela mutaban y se transformaban en un cúmulo entremezclado de luces y sombras en su rostro surcado de arrugas.
La última vez que había examinado su reflejo en un espejo tenía el pelo entrecano, y sabía que eso no había cambiado. Ni ninguna otra de las características de su apariencia o condición física. Seguía teniendo una acentuada red de varices en las piernas, la verruga con forma de lágrima del párpado izquierdo, molestias en la parte baja de la espalda como resultado de toda una vida de duro trabajo. Porque en aquel sitio las cosas no variaban. No mejoraban ni empeoraban. Ya que allí el tiempo —y todo cuanto pudiera guardar relación con él— no ejercía la menor influencia. De hecho, literalmente, no existía.
Al cabo de un rato se volvió, atravesó la habitación y se detuvo ante la cabecera de la cama. La cabeza del hombre yacía apoyada sobre una fina almohada. Tenía los carnosos párpados caídos sobre los pómulos, el pelo corto, negro y despeinado, y una barba desaliñada que se amontaba en torno a sus mejillas y bajo su barbilla como un ovillo de lana después de que un niño hubiera estado jugando con él. Bajo esta se adivinaban con claridad unas mejillas hundidas, que hacían que los pómulos parecieran más prominentes y los ojos más hundidos en sus cuencas. Su nariz era ancha y estaba sepultada bajo un aluvión de venitas rotas: un rasgo muy común entre los alcohólicos.
Rafaela no tenía ni idea de cómo se llamaba. De igual manera que no sabía por qué compartía esa habitación con ella. Por su aspecto, daba la impresión de que había llevado una vida desordenada y poco saludable. Y el hecho de que hubiera terminado allí añadía un nuevo elemento a la ecuación: no había sido una buena persona. Como ella, al parecer. Por eso permanecían atrapados en una burbuja que no estallaba y que todo apuntaba a que nunca lo haría.
Sus intentos de entablar conversación con el hombre habían pinchado en hueso. Era consciente de la presencia de Rafaela, pero hablar resultaba ser una tarea demasiado ardua para él. Rafaela pensaba que, para terminar en ese estado, debía haber hecho mucho daño y dejado tras de sí mucho dolor durante el tiempo que su corazón había bombeado sangre a todos los rincones de su organismo.
El hecho de que no solo hubiera terminado allí, sino que su castigo fuese permanecer inconsciente la mayor parte del tiempo, le había encogido el alma. Pero eso solo había sucedido al principio. Los primeros días, por así decirlo. Luego había concluido que existían varios preceptos inviolables, cuyo quebrantamiento le hacían a uno acabar allí. Y que el hombre debía haberse llevado unos cuantos por delante, como un obstáculo en medio de las vías al paso de un tren de mercancías. Varios peldaños por encima de los que quiera que se le atribuyesen a ella, en todo caso.
El hombre sufrió el esperado ataque de tos y Rafaela lo recibió con tranquilidad, inclinándose sobre él y rodeándole el cuerpo con los brazos. Bajo los huesudos omóplatos, su piel estaba blanda y correosa, y despedía un tufo agrio semejante al de la leche de un brick olvidado en el fondo de la nevera, detrás de un bote extragrande de mostaza. Tiró de él y lo incorporó sin dificultad. La manta con que se cubría cayó sobre su regazo, dejando a la vista un torso descarnado que era poco más que pellejo, en el que destacaban dos gruesos pezones sonrosados rodeados de una mata de oscuro pelo largo y rizado.
Estuvo dándole palmaditas en la espalda, sin preocuparse por que le tosiera en la cara, hasta que se le pasó. Seguía resultándole tan desagradable como la primera vez, pero hacía mucho que había dejado de atender a remilgos. Cuando el cuerpo del hombre empezó a relajarse, Rafaela lo apartó de sí y lo recostó nuevamente sobre el colchón. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes amarillentos y picados, y un reguero de baba le rodeaba la boca y se le escurría por entre la barba. Boqueó varias veces, como un pez fuera del agua. Entonces, entreabrió los ojos y articuló un inaudible «gracias».
Rafaela no contestó. El simple hecho de que aquel hombre estuviera allí le despertaba un profundo sentimiento de animadversión.
¿Cuál era la historia de su vida? ¿Qué era aquello tan horrible que le había hecho terminar en ese lugar?
Aunque, si lo odiaba, ¿lo justo no sería que se odiara también a sí misma? No recordaba nada de su vida anterior. Todo su pasado se había borrado de su cabeza como una foto velada. Así que no podía saber qué acción o acciones la habían condenado a quedar atrapada en aquel sitio. Pero, en el fondo, eso era lo de menos. Un mero detalle sin importancia, porque recordarlo no cambiaría nada, partiendo de la base de que el pasado era inalterable.
El hombre había vuelto a dormirse, y Rafaela se giró hacia la puerta que tenía a su espalda. O la apariencia de puerta, más bien, puesto que carecía de picaporte, cerradura y bisagras. Al principio de estar allí —fuera cuando eso fuese— la había aporreado y pedido ayuda a gritos, pero nunca acudió nadie. Y era demasiado robusta para una mujer de sesenta y tres años con problemas de circulación en las piernas y artrosis en las articulaciones. No podría tirarla abajo ni aunque fuese de cartón prensado.
Fuera, el cielo seguía siendo de un gris plomizo, pero el sol había ido desplazándose hacia el oeste hasta desaparecer del campo de visión que le ofrecía la ventana, sumiendo a la habitación en una penumbra aún más intensa de lo que había habido hasta entonces. Volvió sobre sus pasos y encendió la pequeña lamparita metálica que había sobre la mesa. La bombilla de escasa potencia iluminó un círculo de unos tres metros de diámetro que confirió un aire ominoso a la habitación.
Cuando el hombre encamado sufrió un nuevo ataque de tos —la tos de un fumador de toda la vida—, Rafaela volvió a incorporarlo y lo mantuvo sentado hasta que se le pasó. Esta vez, el hombre no le dio las gracias. Quizá porque se había quedado definitivamente sin fuerzas. Al cabo, lo recostó con cuidado y lo arropó con la sábana hasta el pecho.
—No soy una mala persona —dijo, elevando una protesta a la habitación vacía de oyentes.
Cada vez que llegaba aquel momento exacto abría la boca y las palabras brotaban del fondo de su garganta, estranguladas por la angustia. No siempre decía lo mismo. A veces, la queja variaba. Solo que no sabía si estaba diciendo la verdad o únicamente algo que se empeñaba en creer. Muy probablemente lo segundo, habida cuenta de los resultados.
Regresó a la mesa de madera desnuda y cogió la baraja. Al principio pensaba que, al menos, su castigador había tenido la deferencia de concederle algo con lo que distraerse. Entonces, en cierto momento del ciclo, se le había ocurrido que los naipes eran el pretexto perfecto para todo lo contrario. Dado que allí no existía el tiempo, las partidas de solitario eran su referencia respecto a cómo este transcurría subrepticiamente, igual que un sosegado río subterráneo que discurriera bajo sus pies. A cómo avanzaba en una dirección para, de pronto, trazar un giro brusco y regresar al punto de partida, desde donde volver a empezar.
Mientras barajaba sentía los últimos rayos de luz en la espalda. Ya no calentaban, y apenas lucían. El día tocaba a su fin para dar paso a la oscuridad de la noche. La extraña sensación de no comer nada había quedado atrás en algún punto del camino. No tenía hambre ni sueño, porque allí no existían esas dos cosas. Siempre tenía el estómago satisfecho y el cerebro despierto. Como máquinas autosuficientes.
Cuando terminó de barajar dispuso siete cartas sobre la mesa y comenzó una nueva partida, pese a que aun antes de hacerlo ya sabía que iba a perderla. Y la racha se prolongaría durante cuatro partidas más. Otras siete y tendría que volver a levantarse para incorporar al hombre después de que este sufriera otro ataque de tos. Diecinueve antes de verse obligada a interrumpir el juego para hacerlo de nuevo. Veintiséis antes del que llegaría a continuación. En torno a ciento cuarenta antes de que el sol volviera a despuntar por el horizonte.
Entre tanto, la noche transcurriría silenciosamente a su espalda, salpicada de estrellas y con la luna desplazándose en el mar de brea en que se había convertido el cielo. Acabó la partida que estaba jugando y, con la mente en blanco, recogió las cartas y se puso a barajarlas mientras su mirada yacía perdida en un punto de la pared situado por encima de la cama del hombre al que le había sido encomendado cuidar.
Dispuso otras siete sobre la mesa y dio inicio a una nueva partida.
Había pensado mucho y detenidamente qué era aquel lugar antes de llegar a una conclusión. La detestaba, pero era la explicación más razonable de cuantas había valorado.
Estaba en lo que, en Occidente, se hacía llamar Infierno.
No había fuego ni olor a azufre por ninguna parte. Tampoco llantos desconsolados, gritos de dolor o súplicas, pidiendo misericordia. Nada de eso. Tan solo una habitación de la que no podía salir, con un hombre enfermo en una cama, unos naipes y una ventana que le mostraba el circuito cerrado de luz y oscuridad, de día y noche en que se hallaba atrapada.
Como una aguja de tocadiscos atascada en los primeros segundos de una canción, repitiendo la misma parte una y otra vez.
Repitiéndolos por toda la eternidad.
-FIN-

Gracias por leerlo. Espero que te haya gustado.
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